Bar Velódromo: Cocina non stop para nostálgicos

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Para una generación entera, la que ahora ronda los 40 (o 50), el Bar Velódromo fue en la década de los 80 y los 90 el punto de arranque de noches de juergas inacabables. Allí se tomaban las primeras copas y se calentaban motores antes de entrar a las discotecas de la zona alta.

Pero el Velódromo ya era, por aquel entonces, “gato viejo”. Fundado en 1933, el Velódromo estuvo ligado casi desde el inicio a la intelectualidad y la política catalana. En el año 2000, cuando el hijo del fundador se jubiló, el histórico bar cerró puertas hasta el 2009, cuando estas se reabrieron gracias a la iniciativa de la cervecera Moritz, que decidió conservar su aspecto art-decó y restaurar los elementos más visibles y característicos del diseño original.

El Velódromo abre de seis de la mañana a tres de la madrugada (ahí es nada) y su cocina está abierta desde la una del mediodía a la una de la madrugada. Fuera de ese horario, hay tapas y bocadillos.

La carta combina las tapas tradicionales (croquetas, buñuelos de bacalao, lacón, esqueixada, embutidos…) con “platillos” más modernos, como el steak tartar o el pollo al curry.  Es una propuesta variada que mezcla lo de siempre con lo de ahora, lo de aquí con lo de allà. Lo popular con lo más chic. Así, tanto puedes pedir unas ostras con cava como un baba ganoush (puré cremoso de berenjena típico de la cocina árabe) o unas patatas chips con salsa espinaler.

En nuestra visita, empezamos por unas ostras de Marennes que estaban deliciosas.

velodromo

Las croquetas de jamón y la de calamar estaban bastante buenas.

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Quisimos probar también el tartar de salmón con raifort y sésamo negro. Nos pareció aceptable.

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El plato que no nos gustó nada (será cuestión de paladares)  fue la anguila ahumada con papada caramelizada, salteado de ajos tiernos y jengibre. Nos pareció que el cerdo tenía un exceso de protagonismo y que la anguila, que debería haber sido el ingrediente principal del plato, quedaba relegada.

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Nos habíamos quedado con algo de hambre, así que pedimos una tapa tan clásica como el lacón canario con pimentón de la Vera y tuvimos la sensación de ir de más (deliciosa la ostra) a menos (la anguila y el lacón).

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Éramos dos y nos costó 46,30 euros (a reseñar que no pedimos vino).

¿Nos gustó comer en el Velódromo? Sí, pero quizás más por la mística, por su aire de café bohemio, que por la propia cocina.

Porque el Velódromo sigue queriendo ser lo que fue: un café de intelectuales.  Un ejemplo de esto es el concepto de su carta. Cada mes, el Velódromo edita tres cartas diferentes. Se trata de una doble página de tamaño A3. La oferta gastronómica del Velódromo se encuentra en las páginas exteriores, mientras que las interiores sirven para que el escritor Julià Guillamon y el diseñador gráfico Albert Planas hagan su peculiar homenaje a cualquier aspecto de la literatura, el arte, la música o el deporte. De esta manera, las cartas del Velódromo se han convertido en una especie de revista cultural por fascículos que dio incluso para una exposición que albergó el Museo Arts de Santa Mónica en 2012.

Y es por estos detalles, llenos de poesía, llenos de nostalgia, por los que ir al Velódromo sigue valiendo la pena.

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